Estamos en junio de 2017 y la península ibérica es un hervidero, nunca mejor dicho, de noticias que dan cuenta de una situación hídrica alarmante. Olas de calor asfixiantes, ríos y embalses en los huesos, fuentes secas, pozos que se agotan, abastecimientos de emergencia, vegetación deshidratada, incendios catastróficos (uno de ellos con más de 60 fallecidos en Portugal, y otro enorme en Doñana), etc. Los medios nos trasladan que la culpa la tienen bajas precipitaciones, junto a unas adelantadas y elevadas temperaturas para este mes de junio. Una nueva sequía originada por el cambio climático (en adelante CC).

Como se sabe, la causa principal de toda sequía es la falta de precipitaciones. Es lo que se denomina sequía meteorológica. Si perdura o es aguda puede derivar en una sequía hidrológica, caracterizada por la por falta de agua en los sistemas acuáticos. Ocurre cuando se ven afectados seriamente manantiales, ríos, humedales y embalses. Si el fenómeno además está agudizado por demandas humanas hablamos de escasez de aguas, y no necesariamente se sequías. Pero esto es lo que establece la ortodoxia científica. Para la sociedad en general, sequía se identifica en general con aquel periodo en el que escasea el agua para el abastecimiento de las actividades humanas, así como para el mantenimiento de los ecosistemas.

A mi modo de ver, en estos tiempos modernos la influencia del hombre sobre la naturaleza (cambio global) es de tal complejidad y magnitud, que ir a las causas de cualquier fenómeno se ha complicado extraordinariamente. Dicho más sencillamente, las sequías de ahora se deben a más factores que a la simple “falta de lluvias”. Así pues, mi intención con este artículo es mostrarles algunas de esas otras causas, de las que se habla menos de lo que se debiera, desgraciadamente.

Verán. Siglos atrás (si quieren milenios), las olas de calor y frío, las sequías y las inundaciones eran “matemáticas”. Me refiero con ello a que se producían ajenas a la acción del hombre, inducidas por causas naturales, entre ellas por cambios en la actividad de la superficie solar, que antes y ahora es el fenómeno que más influencia tiene en el clima terrestre. Entonces, cuando se dejaba caer una seca, los manantiales se agotaban, los ríos aflojaban su caudal y las aguas de verano apenas daban para las pocas necesidades existentes. Contra la naturaleza no había nada que hacer, de forma que esos contratiempos se admitían con paciente resignación. Pero lo mismo pasaba al revés, cuando venían temporales de aguas y nieves que se llevaban puentes, haciendas y vidas.

A partir del siglo XX (con algunas excepciones) empezamos a construir en España embalses con los que mitigar las sequías y regular las inundaciones, obras que generaron inmediatamente prosperidad en campos y ciudades. Tras décadas aplicadas en hacer presas, la mayoría de los principales ríos quedaron absolutamente regulados. De forma paralela, pero con algunos años de retraso, empezaron a explotarse por bombeo los acuíferos, donde muchos creyeron descubrir reservas casi inagotables de aguas subterráneas. Y mas recientemente, sin apenas embalses que construir ya, y con bastantes acuíferos sobreexplotados, nos hemos puesto a hacer pantanetas y balsas, de las que ya hay censadas en España del orden de 150.000.

Toda esta regulación hídrica ha tenido, en general, efectos nocivos sobre el medio ambiente, que duda cabe, pero también ha generado una inmensa prosperidad y riqueza en el país. Podríamos haberlo hecho de lujo de haber sido prudentes y ejercido una gestión sostenible económica y ambiental, pero como suele ocurrir, la avaricia (seguramente abonada en bastantes ocasiones por la corrupción) está rompiendo nuestros sacos. La realidad hoy es que hemos aumentado muy por encima de los recursos medios disponibles las superficies de regadío, unas por la vía legal y otras (muchas) por el ardid de los hechos consumados. Y algo parecido viene ocurriendo con los consumos urbanos, con cifras per cápitaescandalosamente elevadas en demasiadas ciudades y pueblos. Así pues, mantener la hoguera de esos consumos inflacionados nos está obligando a quemar  leña que apenas tenemos, a sacrificar los ecosistemas acuáticos y a utilizar de forma ordinaria sondeos que explotan reservas, que deberían ponerse en marcha sólo para situaciones verdaderamente extraordinarias. De este modo, venimos fiando el normal funcionamiento de todo el complejo sistema de abastecimientos a periodos pluviométricamente normales, tirando a generosos. Y entonces ocurre que cuando vienen años pobres en aguas (no digamos si son varios), no hay suficiente, ni para todas las necesidades que hemos creado, ni para todos, que somos muchos en verano, ni, sobra decirlo, para el medio ambiente, el último de la lista en la realidad, aunque sea el primero protegido por ley.

En fin, que las sequías de estos tiempos modernos no son ni mucho menos debidas exclusivamente al tiempo, no son “matemáticas” como las de antes. Ahora ejercen una decisiva influencia el estado de los balances hídricos por cuencas. Eso explica que puedan producirse situaciones graves de sequía (hidrológica) con precipitaciones dentro de la normalidad estadística cuando existen importantes déficit hídricos. Este 2017 por ejemplo es uno de esos casos, en el que la opinión pública ha asumido sin discusión que estamos inmersos en una sequía generalizada y aguda, cuando los datos de la AEMET indican que hemos tenido algo menos de un tercio del territorio con precipitaciones bajas, lo mismo con altas y el resto con precipitaciones medias o ligeramente bajas. Otras cosas son los déficit acumulados de precipitaciones de años anteriores, las intensidades de precipitación, las nevadas (en otra ocasión hablaremos de su efecto hidrológico) o las temperaturas.

Como se comentó al principio, detrás de la sequía que la gente siente como suya suele estar la escasez hídrica, que se produce básicamente por tres razones (pero hay más). En primer lugar por precipitaciones bajas (sequía meteorológica). Pero también por situaciones de déficit hídrico, cuando las demandas superan a los recursos disponibles, muchas veces en años pluviométricos medios. Y en tercer lugar porque se están creando y agudizando lo que denomino “sumideros de precipitación”, un concepto nuevo utilizado de señuelo en el título de este artículo. Los sumideros, como el nombre da a entender, son una especie de agujeros negros por los que se “pierden” las precipitaciones de ahora y que antaño alimentaban a los sistemas tradicionales de regulación de aguas superficiales.

A esos sumideros podríamos llamarles también “ladrones de precipitación”. Uno de ellos es la evapotranspiración, más elevada ahora porque la superficie terrestre se ha calentado y porque, en España, tenemos una mayor y más densa cubierta vegetal que la de hace un siglo, aunque a algunos esto les pueda sorprender. Pero el ladrón de agua más espectacular es la deshidratación del suelo, debida en parte al calentamiento referido, pero fundamentalmente al descenso de niveles freáticos en enormes extensiones. De este modo, en muchas zonas prácticamente todo lo que llueve se destina a  reponer déficit de humedad y de saturación del terreno (aguas que finalmente no se pierden, pero que no existen para el medio ambiente ni vemos en superficie). A fin de cuentas, y haciendo un símil monetario, lo que ha ocurrido es que estamos devaluado la precipitación, de manera que 100 litros por metro cuadrado de los de antes apenas llegan hoy a 50 (todo esto dependiendo de zonas, claro está).

En general, estos dos ladrones de precipitación lo que están provocando es que la epidermis de la península ibérica, y más concretamente la del sur y este, se haya convertido al mismo tiempo en sartén y en voraz esponja. Eso explica el por qué con precipitaciones relativamente similares a las de antes (eso si , nieva menos), cuando la gente mayor hace memoria, recuerda que la tierra se henchía con frecuencia, las fuentes reventaban, los ríos se salían, los pantanos rebosaban y los deltas arrojaban al mar cantidades ingentes de agua y sedimentos. Hoy, tras lluvias que parecen generosas, que las sigue habiendo (2012-13 fue un año hidrológico extraordinario), las fuentes, los ríos y los embalses apenas cogen agua o lo hacen con demasiada pereza, y el suelo vuelve a estar polvoriento a los pocos días. Muchos de ustedes ante estas evidencias del ayer y del hoy, habrán pensado, muy lógicamente, que ello se debe a que ahora llueve bastante menos. Pero eso no es así, al menos en todas las regiones de España, y menos aún a nivel mundial, donde las precipitaciones están aumentando.

Hace unas semanas tuve la oportunidad de hacer un transecto en avión por el semiárido sureste español. Desde mi privilegiado oteadero vi pasar enormes superficies salpicadas de poblaciones y de cultivos, la mayoría abastecidos con reservas de aguas subterráneas. Me temo que la precipitación efectiva en todas esas zonas será casi cero. Se la beberá el sol, las plantas y el suelo. La sequía allí no será “matemática”, sino que se convertirá en algo endémico, llueva mucho (como este año en esas zonas del sureste) o poco. Bueno, se sorteará con más pozos y trasvases, pero eso no será más que una huida hacia adelante en la que ya llevamos demasiado tiempo. Admito que la solución es muy complicada.

Voy terminando. El CC, y más concretamente el calentamiento global, es indiscutible (otra cosa es precisar las causas antropogénicas y naturales, y sus porcentajes de influencia correspondientes). Pero siendo así, mi mensaje final es que no deberíamos quedarnos con ese “único” culpable del CC que los medios (y la sociedad en su conjunto) repiten en exceso, como por ejemplo para explicar este caso que nos ocupa de las sequías. Las medidas de lucha contra el CC son necesarias por su enorme papel de concienciación sobre el uso insostenible que la humanidad está haciendo de los recursos naturales, y en especial de las energías no renovables. Pero, a mi juicio, si se abusa de su utilización para explicar cualquier mal, posee una segunda derivada perversa. Y es que el CC no tiene culpables jurídicos, no tendrá detenidos, no habrá penas…De este modo, los gobiernos han encontrado en él un magnífico aliado que les libera de dar muchas explicaciones y de asumir responsabilidades. “La culpa la tiene el CC”, se suele decir para dar carpetazo a casi cualquier desvarío. Y, conformados con ello, estamos dejando de poner el foco y la lupa en los desmanes de una gestión insostenible del medio ambiente y del agua en casi todos los países del mundo. Y ahí sí que existen responsables y culpables directos en cada sitio.

Por lo que respecta a las sequías, el agua se convertirá en el recurso natural más valioso de las próximas generaciones en muchas regiones del mundo. En ellas será ineludible regresar a la senda de una gestión sostenible económica y ambiental, llueva mucho o, con más razón, si llueve poco.

En caso contrario, estos calores pero sobre todo esos “sumideros de precipitación” de los que les he hablado amenazan con dejarnos secos.